O mi padre era tacaño, o no ganaba lo
suficiente, o utilizaba el dinero en otros menesteres, pero lo cierto es que
nunca pasábamos las vacaciones en el mar. Algunos domingos nos llevaba a un bar
de la playa, donde alquilaba una habitación de mala muerte para poder
cambiarnos la ropa y descansar. Una vez subí mojado al cuarto por cierta
necesidad y, sin querer, pegué la espalda a un radio destartalado situado
encima de la mesita de noche. El temblequeo que sentí fue algo horrible: los
ojos se querían salir de su lugar y casi me trago la lengua. Por suerte, mi
hermano estaba cerca y desconectó el aparato. Pasado el susto, mi madre juró
que sus hijos no iban a ir nunca más a esos lugares de perdición. El verano
siguiente, mi padre no tuvo otro remedio que alquilar por un mes un pequeño apartamento
adosado a una casa en la playa de Santa Fe.
Las mejores playas cerca de La Habana se encuentran al este de la ciudad,
pasando el poblado pesquero de Cojimar. La costa al oeste de la bahía,
empezando desde el famoso malecón, está formada de una roca llamada diente de
perro, con muy poca arena en algunos lugares: las playas de Marianao,
Jaimanitas y Santa Fe. Esta última estaba cuajada de erizos negros y blancos,
pero para un niño de doce años esa playa era un verdadero paraíso. No voy a
relatar todas las tonterías que ocurrieron durante aquellas vacaciones, cuento
sólo las que recuerdo.
El apartamento lo alquilaba una señora entrada en años. No logro recordar su
cara, pero el nombre era inolvidable: Caritina. La vieja vivía en la casa con
su hijo Guido, el cual siempre estaba repitiendo que los hombres debían
experimentar todo, por eso él ya había probado todas las drogas conocidas. Yo
no sabía que rayos eran las drogas, creía que hablaba de mujeres.
Guido me ayudó a conseguir un puesto de acomodador de bolos en la bolera de
Santa Fe. Era un trabajo divertido: empujaba un pedal ancho de madera y del
piso salían unos pinchos gruesos, encima de los pinchos colocaba los bolos que
tenían un hueco debajo en el centro. Después liberaba el pedal, los pinchos
bajaban y los bolos quedaban preparados para el próximo lance de aquellas bolas
gigantescas. Entonces yo brincaba hacia un muro alto para evitar posibles
golpes. Por cada operación daban un níquel. El dinero que ganaba, lo gastaba en
refrescos en el bar de la bolera al final de la jornada para cumplir con aquel
letrero que colgaba en el espejo de la cantina: "El camello es el animal
que más tiempo resiste sin beber. No sea usted camello".
Así hubiese pasado mis vacaciones completas, pero durante el cuarto día de
labor, en un momento de descuido, un bolo saltarín pegó fuerte en mi pómulo
derecho. Enseguida aplicaron hielo en el lugar del golpe, pero la hinchazón
cerró completamente el ojo. Desde ese día mi madre me prohibió entrar a la
bolera y empecé a dedicar más tiempo a la playa. Yo sentía que era un pez en el
agua, nadaba rápido en cualquier posición, lo mismo flotando que sumergido. No
tenía problemas con el diente de perro ni con los erizos porque usaba un par de
zapatillas de goma gruesa. Un día, no sé si un erizo encontró algún hueco en la
zapatilla o si una de sus púas resultó muy dura para la goma, pero acabé
con un pedazo de erizo dentro del dedo gordo del pie izquierdo. El dolor era
inaguantable. Un amigo dijo que la púa salía con orine. Primero oriné yo, sin
resultado. Luego les pedí a varios amigos que orinaran sobre mi dedo, pero
estos, por falta de puntería o por fastidiar, me orinaron casi completo. Llegué
a la casa todo meado para recibir un pescozón de mi madre. Después de una buena
ducha, fui a la clínica. Allí sacaron la púa del dedo y vacunaron la nalga
contra el tétano.
Pasado el incidente con el erizo, seguí disfrutando mis vacaciones hasta una
semana antes de la fecha planeada para regresar a La Habana. Ese día mi hermano
amaneció vomitando y con dolores fuertes en el abdomen. Mi madre llamó al
médico y éste diagnosticó apendicitis aguda. Lo llevamos urgentemente al
hospital y el cirujano de turno confirmó el diagnóstico. Mientras operaban al
enfermo, mi madre llamó al tío mío para que me recogiera y localizara a mi
padre. Fui con el tío a una casa de dos pisos, tocamos en uno de los
apartamentos. Mi padre entreabrió la puerta en calzoncillos y nos miró con aire
de extrañeza. Mi tío que es un poco teatral, le dijo con tono solemne:
-"Gumersindo, ¡hay momentos en la vida de los hombres!", y se quedó
callado. Mi padre se tambaleó del susto y dejó que la puerta se abriera un poco
más. Entonces pude ver a aquella rubia desnuda encima de la cama. Recordé en
ese instante las drogas de Guido, el hijo de Caritina.
Creo que aquel día dejé de ser niño.