Sunday, October 20, 2013

La Droga Rubia


O mi padre era tacaño, o no ganaba lo suficiente, o utilizaba el dinero en otros menesteres, pero lo cierto es que nunca pasábamos las vacaciones en el mar. Algunos domingos nos llevaba a un bar de la playa, donde alquilaba una habitación de mala muerte para poder cambiarnos la ropa y descansar. Una vez subí mojado al cuarto por cierta necesidad y, sin querer, pegué la espalda a un radio destartalado situado encima de la mesita de noche. El temblequeo que sentí fue algo horrible: los ojos se querían salir de su lugar y casi me trago la lengua. Por suerte, mi hermano estaba cerca y desconectó el aparato. Pasado el susto, mi madre juró que sus hijos no iban a ir nunca más a esos lugares de perdición. El verano siguiente, mi padre no tuvo otro remedio que alquilar por un mes un pequeño apartamento adosado a una casa en la playa de Santa Fe.

Las mejores playas cerca de La Habana se encuentran al este de la ciudad, pasando el poblado pesquero de Cojimar. La costa al oeste de la bahía, empezando desde el famoso malecón, está formada de una roca llamada diente de perro, con muy poca arena en algunos lugares: las playas de Marianao, Jaimanitas y Santa Fe. Esta última estaba cuajada de erizos negros y blancos, pero para un niño de doce años esa playa era un verdadero paraíso. No voy a relatar todas las tonterías que ocurrieron durante aquellas vacaciones, cuento sólo las que recuerdo.

El apartamento lo alquilaba una señora entrada en años. No logro recordar su cara, pero el nombre era inolvidable: Caritina. La vieja vivía en la casa con su hijo Guido, el cual siempre estaba repitiendo que los hombres debían experimentar todo, por eso él ya había probado todas las drogas conocidas. Yo no sabía que rayos eran las drogas, creía que hablaba de mujeres.

Guido me ayudó a conseguir un puesto de acomodador de bolos en la bolera de Santa Fe. Era un trabajo divertido: empujaba un pedal ancho de madera y del piso salían unos pinchos gruesos, encima de los pinchos colocaba los bolos que tenían un hueco debajo en el centro. Después liberaba el pedal, los pinchos bajaban y los bolos quedaban preparados para el próximo lance de aquellas bolas gigantescas. Entonces yo brincaba hacia un muro alto para evitar posibles golpes. Por cada operación daban un níquel. El dinero que ganaba, lo gastaba en refrescos en el bar de la bolera al final de la jornada para cumplir con aquel letrero que colgaba en el espejo de la cantina: "El camello es el animal que más tiempo resiste sin beber. No sea usted camello".

Así hubiese pasado mis vacaciones completas, pero durante el cuarto día de labor, en un momento de descuido, un bolo saltarín pegó fuerte en mi pómulo derecho. Enseguida aplicaron hielo en el lugar del golpe, pero la hinchazón cerró completamente el ojo. Desde ese día mi madre me prohibió entrar a la bolera y empecé a dedicar más tiempo a la playa. Yo sentía que era un pez en el agua, nadaba rápido en cualquier posición, lo mismo flotando que sumergido. No tenía problemas con el diente de perro ni con los erizos porque usaba un par de zapatillas de goma gruesa. Un día, no sé si un erizo encontró algún hueco en la zapatilla o si una de sus púas resultó muy dura para la goma, pero acabé con un pedazo de erizo dentro del dedo gordo del pie izquierdo. El dolor era inaguantable. Un amigo dijo que la púa salía con orine. Primero oriné yo, sin resultado. Luego les pedí a varios amigos que orinaran sobre mi dedo, pero estos, por falta de puntería o por fastidiar, me orinaron casi completo. Llegué a la casa todo meado para recibir un pescozón de mi madre. Después de una buena ducha, fui a la clínica. Allí sacaron la púa del dedo y vacunaron la nalga contra el tétano.

Pasado el incidente con el erizo, seguí disfrutando mis vacaciones hasta una semana antes de la fecha planeada para regresar a La Habana. Ese día mi hermano amaneció vomitando y con dolores fuertes en el abdomen. Mi madre llamó al médico y éste diagnosticó apendicitis aguda. Lo llevamos urgentemente al hospital y el cirujano de turno confirmó el diagnóstico. Mientras operaban al enfermo, mi madre llamó al tío mío para que me recogiera y localizara a mi padre. Fui con el tío a una casa de dos pisos, tocamos en uno de los apartamentos. Mi padre entreabrió la puerta en calzoncillos y nos miró con aire de extrañeza. Mi tío que es un poco teatral, le dijo con tono solemne: -"Gumersindo, ¡hay momentos en la vida de los hombres!", y se quedó callado. Mi padre se tambaleó del susto y dejó que la puerta se abriera un poco más. Entonces pude ver a aquella rubia desnuda encima de la cama. Recordé en ese instante las drogas de Guido, el hijo de Caritina.

Creo que aquel día dejé de ser niño.

3 comments:

  1. Insuperables esas vacaciones!!! La imagen del padre resulta un poco inquietante para un niño.
    Besos, Jorge.

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  2. Inolvidables vacaciones. En mi ciudad no había que hacer tanto esfuerzo para ir a la playa, era una pequeña isla que por tres punto cardinales te conducía al Caribe. Aquello de orinar las picadas de "aguamalas" y erizo también se aplicaba por acá. Gracias por compartir jocosos y hermosos recuerdos.

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  3. Excelente relato, Jorge; De cualquier situación aprende uno (si está por la labor, claro) de lo contrario,se traumatiza, o esas cosas de ahora.
    Un saludo, o dos.

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