Friday, May 1, 2020

Venganza




La Revolución triunfó el primero de Enero de 1959. Ya había pasado año y medio, corría el mes de Julio. Para el día 26 estaba programada una concentración en la mismísima Sierra Maestra.


El día 23 tropecé con Rogelio en un pasillo de la escuela. –“Oye, pasado mañana por la mañana sale un autobús interprovincial para llevarnos a Oriente, hemos incluido en la lista sólo a la gente más dura, la más probada”. –“Pero, ¿yo estoy en esa lista?”. –“Sí, decidimos incluirte, aunque Rosita tiene sus reservas contigo. Dice que estás medio enclenque y no sabe si resistirás la subida”. Pensé decirle que más jodido estaba él, pero no quería que me sacaran de la lista y preferí callar.


Cuando llegué el 25 a la placita frente a la escuela, ya estaban varios alumnos parados al lado de aquel autobús majestuoso, con aire acondicionado y baño. Lo bueno era que no había que pagar, porque las monedas que llevaba en el bolsillo no sumaban ni un peso. Por fin llegó la hora de la partida y salimos rumbo al sueño. 


Todo el viaje lo pasamos cantando, riendo y cambiándole el agua a los pececitos en el retrete del autobús. ¡Cómo nos divertíamos!: “…si tú pasas por la iglesia, y si ves a monseñor, tú le dices que a esos curitas, que ponen bombitas, les damos paredón”… Yo estaba convencido que con estos muchachos podríamos vencer a cualquier enemigo.


Paramos un par de veces por el camino. En Santa Clara compré una pirámide de azúcar mascabado, conocido como raspadura, y una botella de agua mineral, para matar el hambre. Ya había pasado la medianoche cuando llegamos a Santiago. El chofer estacionó el autobús cerca del centro de la ciudad y nos dio tres horas para disfrutar la fiesta del santo patrón: “…al carnaval de Oriente me voy, donde mejor se puede gozar…”


Los carnavales que yo conocía, los de La Habana, eran eventos turísticos, con mucha pompa, carrozas llenas de muchachas guapas sin mucho vestido o comparsas con muñecotes, farolas y bailadores semiprofesionales. La gente tiraba serpentinas, gritaba, se divertía, pero desde afuera. En Santiago, lo que vi esa noche, era diferente: una inmensa conga que subía y bajaba en cadena a lo largo de la calle principal. Todo el mundo bailando, sin disfraces, ni serpentinas: “…el rumor de las caderas, las cutaras parlanchinas, una cintura que quiebra, el son que viene en sordina, cubano goza la rumba, Cuba pachanga que zumba. Ay, señores que pachanga, vamos pa’la pachanga, mamita que pachanga, me gusta la pachanga…”


Nunca he sido de mucho bailar, pero ahí no había manera de mantener quieto el esqueleto. Entré en la conga detrás de una mulata linda, la agarré por los lados de la cintura, y perdí toda noción de la realidad. Ella movía sus caderas y sonaba sus chancletillas al ritmo de aquella música sin igual.


Uno de los nuestros me sacó del hipnotismo y regresamos al autobús para seguir nuestro viaje. A las pocas horas llegamos a las estribaciones de la Sierra Maestra. Ya alumbraba el sol, el autobús quedó estacionado a unos doce kilómetros de Las Mercedes, lugar donde se iba a efectuar la concentración. El chofer nos advirtió que a más tardar a las cinco de la tarde tenía que salir para La Habana. Comprobamos los relojes e iniciamos la caminata. 


Los kilómetros aquellos eran bastante empinados, el sol ya empezaba a quemar, la conga de la noche anterior me había levantado unas ampollas en mis pies planos que dolían un horror. Estaba rezagado, sentía una sed irresistible. Por el camino encontré un tendejón y entré a comprar un refresco con la última moneda que quedaba en mi bolsillo. La bebida estaba preparada a base de mate azucarado. Los anuncios aseguraban que estando fría, sabía a sidra. Pero el refresco no estaba frío, y no sabía a nada bueno. Tragué todo aquel líquido sin respirar y después quería devolverlo por donde mismo había entrado. Tuve que sentarme un rato sobre una roca. A los pocos minutos pude seguir mi camino. No veía a nadie de los nuestros. Iba despacio, pero seguro de que llegaría. No sería hombre.


Todavía no había pasado ni la mitad del camino cuando empecé a encontrar grupitos de gente nuestra tirados en la hierba. Les preguntaba si descansaban y respondían que no, que hasta ahí habían llegado y ya no podían seguir. En el último grupo que alcancé estaban Rogelio y Rosita. Hicieron señas para que me acercara y preguntaron si pensaba continuar. Yo les respondí con una mueca. Ellos trataron de impedir que siguiera, pero los mandé al carajo.


Al fin llegué hasta la pared que formaba aquella multitud. Entendía las palabras del discurso según la dirección del viento. De todas maneras mi emoción no tenía límites. 


“…someterse sin lucha, renunciar a la lucha y al esfuerzo, hace desgraciados e infelices a los… (Aplausos)…” 


Me asombré: -¿Estará hablando de nuestros muchachos? ¡Ño!, ese G2 trabaja tan rápido que jode.

 “…fuerzas e intereses poderosos luchan por impedir que nosotros realicemos esas aspiraciones… luchamos y lucharemos contra esas fuerzas e intereses… para conseguir lo que nosotros queremos… (Aplausos y exclamaciones de: ¡Cuba sí, yankis no!)…”


Entonces comprendí que no estaba hablando de mis compañeros, debía ser algo más general.

 “… ¿Por qué han venido desde la región occidental de Cuba cientos de miles de cubanos? ... (Aplausos y exclamaciones de: ¡Fidel, Fidel!, ¡Unidad, unidad!)… antes no había honradez; antes no había, como hay hoy en nuestro pueblo, amor; antes no había, como hay hoy en nuestro pueblo, compañerismo y confraternidad profunda… (Aplausos;…al comenzar a llover el pueblo exclama: ¡No se moje, no se moje!)… yo les prometo que voy a terminar…”


Yo estaba realmente emocionado, pero pensando que el camino en bajada, con la tierra mojada,  podía ser más heroico todavía que el de subida, decidí empezar mi regreso al autobús con paso firme, nada de retiradas cobardes. Además, el mismo Comandante ya decía que estaba acabando, y así fue. No había llegado yo muy lejos cuando en mis oídos resonó la frase final.


“… ¡que convierta la Cordillera de los Andes en la Sierra Maestra del continente americano! (Ovación)”


Iba por el camino con los ojos aguados, había sido el único del grupo en llegar al final, tremendo tipo. La lluvia me divertía. Ya no sentía el dolor de las ampollas, ni sed tenía, ni hambre. Sólo quería acabar de bajar la montaña y ver la cara que ponían esos cabrones. 


Llegué a tiempo, todavía no eran ni las cuatro y media, pero ya el autobús se había ido.


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