La Revolución triunfó el primero de Enero
de 1959. Ya había pasado año y medio, corría el mes de Julio. Para el día 26
estaba programada una concentración en la mismísima Sierra Maestra.
El día 23 tropecé con Rogelio
en un pasillo de la escuela. –“Oye, pasado mañana por la mañana sale un autobús
interprovincial para llevarnos a Oriente, hemos incluido en la lista sólo a la
gente más dura, la más probada”. –“Pero, ¿yo estoy en esa lista?”. –“Sí,
decidimos incluirte, aunque Rosita tiene sus reservas contigo. Dice que estás
medio enclenque y no sabe si resistirás la subida”. Pensé decirle que más
jodido estaba él, pero no quería que me sacaran de la lista y preferí callar.
Cuando llegué el 25 a la
placita frente a la escuela, ya estaban varios alumnos parados al lado de aquel
autobús majestuoso, con aire acondicionado y baño. Lo bueno era que no había
que pagar, porque las monedas que llevaba en el bolsillo no sumaban ni un peso.
Por fin llegó la hora de la partida y salimos rumbo al sueño.
Todo el viaje lo pasamos
cantando, riendo y cambiándole el agua a los pececitos en el retrete del
autobús. ¡Cómo nos divertíamos!: “…si tú pasas por la iglesia, y si ves a
monseñor, tú le dices que a esos curitas, que ponen bombitas, les damos
paredón”… Yo estaba convencido que con estos muchachos podríamos vencer a
cualquier enemigo.
Paramos un par de veces por el
camino. En Santa Clara compré una pirámide de azúcar mascabado, conocido como
raspadura, y una botella de agua mineral, para matar el hambre. Ya había pasado
la medianoche cuando llegamos a Santiago. El chofer estacionó el autobús cerca
del centro de la ciudad y nos dio tres horas para disfrutar la fiesta del santo
patrón: “…al carnaval de Oriente me voy, donde mejor se puede gozar…”
Los carnavales que yo conocía,
los de La Habana, eran eventos turísticos, con mucha pompa, carrozas llenas de
muchachas guapas sin mucho vestido o comparsas con muñecotes, farolas y
bailadores semiprofesionales. La gente tiraba serpentinas, gritaba, se
divertía, pero desde afuera. En Santiago, lo que vi esa noche, era diferente:
una inmensa conga que subía y bajaba en cadena a lo largo de la calle
principal. Todo el mundo bailando, sin disfraces, ni serpentinas: “…el rumor de
las caderas, las cutaras parlanchinas, una cintura que quiebra, el son que
viene en sordina, cubano goza la rumba, Cuba pachanga que zumba. Ay, señores
que pachanga, vamos pa’la pachanga, mamita que pachanga, me gusta la pachanga…”
Nunca he sido de mucho bailar,
pero ahí no había manera de mantener quieto el esqueleto. Entré en la conga
detrás de una mulata linda, la agarré por los lados de la cintura, y perdí toda
noción de la realidad. Ella movía sus caderas y sonaba sus chancletillas al
ritmo de aquella música sin igual.
Uno de los nuestros me sacó del
hipnotismo y regresamos al autobús para seguir nuestro viaje. A las pocas horas
llegamos a las estribaciones de la Sierra Maestra. Ya alumbraba el sol, el
autobús quedó estacionado a unos doce kilómetros de Las Mercedes, lugar donde
se iba a efectuar la concentración. El chofer nos advirtió que a más tardar a
las cinco de la tarde tenía que salir para La Habana. Comprobamos los relojes e
iniciamos la caminata.
Los kilómetros aquellos eran
bastante empinados, el sol ya empezaba a quemar, la conga de la noche anterior
me había levantado unas ampollas en mis pies planos que dolían un horror.
Estaba rezagado, sentía una sed irresistible. Por el camino encontré un
tendejón y entré a comprar un refresco con la última moneda que quedaba en mi
bolsillo. La bebida estaba preparada a base de mate azucarado. Los anuncios
aseguraban que estando fría, sabía a sidra. Pero el refresco no estaba frío, y
no sabía a nada bueno. Tragué todo aquel líquido sin respirar y después quería
devolverlo por donde mismo había entrado. Tuve que sentarme un rato sobre una
roca. A los pocos minutos pude seguir mi camino. No veía a nadie de los
nuestros. Iba despacio, pero seguro de que llegaría. No sería hombre.
Todavía no había pasado ni la
mitad del camino cuando empecé a encontrar grupitos de gente nuestra tirados en
la hierba. Les preguntaba si descansaban y respondían que no, que hasta ahí
habían llegado y ya no podían seguir. En el último grupo que alcancé estaban
Rogelio y Rosita. Hicieron señas para que me acercara y preguntaron si pensaba
continuar. Yo les respondí con una mueca. Ellos trataron de impedir que
siguiera, pero los mandé al carajo.
Al fin llegué hasta la pared
que formaba aquella multitud. Entendía las palabras del discurso según la
dirección del viento. De todas maneras mi emoción no tenía límites.
“…someterse sin lucha,
renunciar a la lucha y al esfuerzo, hace desgraciados e infelices a los…
(Aplausos)…”
Me asombré: -¿Estará hablando
de nuestros muchachos? ¡Ño!, ese G2 trabaja tan rápido que jode.
“…fuerzas e intereses poderosos
luchan por impedir que nosotros realicemos esas aspiraciones… luchamos y
lucharemos contra esas fuerzas e intereses… para conseguir lo que nosotros
queremos… (Aplausos y exclamaciones de: ¡Cuba sí, yankis no!)…”
Entonces comprendí que no
estaba hablando de mis compañeros, debía ser algo más general.
“… ¿Por qué han venido desde la
región occidental de Cuba cientos de miles de cubanos? ... (Aplausos y
exclamaciones de: ¡Fidel, Fidel!, ¡Unidad, unidad!)… antes no había honradez;
antes no había, como hay hoy en nuestro pueblo, amor; antes no había, como hay
hoy en nuestro pueblo, compañerismo y confraternidad profunda… (Aplausos;…al
comenzar a llover el pueblo exclama: ¡No se moje, no se moje!)… yo les prometo
que voy a terminar…”
Yo estaba realmente emocionado,
pero pensando que el camino en bajada, con la tierra mojada, podía ser
más heroico todavía que el de subida, decidí empezar mi regreso al autobús con
paso firme, nada de retiradas cobardes. Además, el mismo Comandante ya decía
que estaba acabando, y así fue. No había llegado yo muy lejos cuando en mis
oídos resonó la frase final.
“… ¡que convierta la Cordillera
de los Andes en la Sierra Maestra del continente americano! (Ovación)”
Iba por el camino con los ojos
aguados, había sido el único del grupo en llegar al final, tremendo tipo. La
lluvia me divertía. Ya no sentía el dolor de las ampollas, ni sed tenía, ni
hambre. Sólo quería acabar de bajar la montaña y ver la cara que ponían esos
cabrones.
Llegué a tiempo, todavía no
eran ni las cuatro y media, pero ya el autobús se había ido.
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